miércoles, 23 de noviembre de 2005

La calle, llena de canalla.

Voy a salir. Y lo hago con miedo ¿o con recelo? Bueno, no sabría muy bien cómo decirlo. Lo cierto es que desde el primer instante en que dejo mi casa, meto la llave en el contacto y arranco, me da la impresión de que emprendo una aventura muchísimo más arriesgada que la de los cruzados cuando se iban a tierras extrañas a imponer su fe. O la fe que les decían que impusieran.
No he salido de la colonia y ya me he cruzado con cuatro o cinco hábiles conductores que compatibilizan la conducción con el móvil, el GPS, la PDA, el periódico y sacarse los mocos. ¡Quién se lo iba a decir a ellos cuando iban a la autoescuela! Pero es que ya inician el camino demostrando todas esas habilidades. Los he visto salir del aparcamiento, marcha atrás y hablando ya por el móvil.
Luego estarán los listos, que posiblemente coincidan con los hábiles, que, a sabiendas de que el carril que han elegido se cierra doscientos metros más allá, lo apuran hasta el último instante ¡faltaría más que ellos esperaran su turno como el resto de imbéciles que somos!
Para rematarlo, y posiblemente hallando nuevas coincidencias, han llegado a las proximidades de su destino... Comienzan a titubear. Teléfono en mano, o en oreja, el coche a punto de calárseles de la prácticamente nula velocidad. Y si, tímidamente, rozas el claxon para decirles que estás ahí, detrás de ellos y que no vas al mismo sitio que ellos, ¡joder! ¿qué has hecho?... Más vale que te cierres y mires para otro lado porque te pueden llover improperios y hasta alguna hostia.
¡Y es que este país goza de una salud intelectual que da gloria! Y así nos va el pelo a los más torpes.
Pese a ello, mi hermano (que aunque no lo sea, lo es), me espera como cada miércoles para comer y voy a salir.
Que quede entre nosotros

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