jueves, 12 de agosto de 2010

La anciana

Ayer fui, como cada miércoles, a visitar a mi padre. A visitar a una persona que está ausente de este mundo, cautivo en su demencia. Sí, me conoce, me sonríe, a veces me cuenta cosas incongruentes y me intereso por ello con caras de asombro, con preguntas tan inocentes como sus narraciones. Si me explica algo ése es el tiempo que pasa a mi lado, después comienza a mover su silla de aquí para allá y yo le veo de lejos mientras recuerdo cómo era antes de ahora.

Ayer mi hermano partía hacia Escocia. Durante dos semanas tendré que gobernar también esa embarcación sin más ayuda que yo mismo.

Aunque ayer me estremeció desde el primer instante la ternura, la belleza, la inocencia y el corazón de una mujer anciana.

Esperaba en la recepción a que lo sacaran arreglado y limpio para pasear al aire libre cuando esa mujer se acercó a mí y con una voz y unos modales que no escondían sus orígenes nobles, me pidió si podía hacerle un favor. De inmediato me puse a argumentar mi respuesta mentalmente. Cómo explicarle que no puede salir en este instante, que más tarde saldrán a dar un paseo... Pero no, no era que le abriera la puerta, me pedía ayuda para sacarse un café porque ella no veía los rótulos de la máquina.

Sonriendo la invité a acompañarme, diciéndole de paso que yo también andaba flojo de la vista, que los años no perdonaban y, con un gesto cómplice me dijo que yo era bien jovencito aún para decir esas cosas... Cierto es que yo mismo tuve que hacer esfuerzos para ver los dichosos rótulos, pero le pregunté cómo lo quería, cortado descafeinado y dulce. Introduje su moneda y al dárselo no quise reprimir los deseos de abrazarla y besarla en la frente. Sus palabras de agradecimiento, su vehemencia expresándolas... Me emocioné y unas lágrimas rodaron por mis mejillas. Ser útil, necesario, imprescindible por un instante para alguien que a buen seguro tiene bajo su piel mil historias mucho más hermosas que la mía, me alegró la mañana y también el día.

No me importa llorar si son esas emociones las que me provocan el llanto. No me importa que sea la dulzura de una anciana, su educación y sus modales, lo que haga que estallen en mi interior la emoción y las lágrimas. Sobre todo si ellas hacen de un día que pretendía ser monótono, un día brillante y especial, cincelado en la luz de luna de su cabello.

Shhhh

Que quede entre nosotros

martes, 3 de agosto de 2010

Ruby


Es leal, fiel, bueno donde los haya.

Es mi compañero no sólo de espacio, sino de charlas que no tienen ningún sentido para él y quizás menos para mí, aunque ayuda.

Está siempre esperándome tras la puerta en cada regreso. Viene a mí cuando tecleo en éstas y otras páginas reclamando mi atención. Peculiar. Maúlla, apoya una mano sobre mi pierna y con la otra reclama mi brazo. Espera una caricia que siempre obtiene, espera que se produzca la magia de la comunicación... Se tumba sobre el suelo y le acaricio su vientre níveo.

Es quizás que también anda huérfano de afectos. Antes le venían de dos direcciones. Aún corre a la puerta cuando oye el timbre y luego, cuando ve que no es quien esperaba, da media vuelta y espera a una prudente distancia. Y se lo trato de explicar, que ya no volverá a sonar ese timbre y vendrá su alegría a motivar sus juegos...

Cuando cocino siempre está a mi alrededor, sabe que habrá "pesca"... Unos langostinos troceados, un filete de jamón de york, un poquito de salmón... Y luego, cuando termina, se restriega entre mis piernas y me deja seguir con mis tareas.

Un día, al principio de mi via crucis, pensé en abandonarlo. Salir al campo, abrir su bolsa y largarme de allí... Y se me partió el alma. Y lloré por haber tenido ese pensamiento. Lloré con amargura, reprochándome un pensamiento tan egoísta y tan cruel. Él es mi amigo. Mi compañero leal.

Antes pensaba que si me iba un par de días a algún sitio, lo podía dejar en buenas manos. Ahora ya no sé si esas manos estarían para él.

Se llama Ruby y nunca lo había reflejado en estas páginas aunque se lo merece por derecho propio.

Que quede entre nosotros