sábado, 15 de junio de 2013

Sabía que era dolor...

Han pasado años desde aquel entierro de un compañero en Alzira. Allí lo ví por última vez y noté su enfermedad, el dolor interior sin huella, la ausencia involuntaria. Por eso huí, no acudí a ningún teléfono, no quise enfrentarme a la miseria de ver en blanco y negro a quien siempre vi en colores y con el alma abierta al amor.

Fue mi jefe y, sobre todo, mi amigo. Mucho de lo poco que soy, se lo adeudo. Nos prestábamos lealtad y afectos como quien se presta un libro. Muchas veces estuve en su casa, rodeado de los suyos. Me sentía querido y sabían que los quería.

Luego la esquiva suerte de trabajar con unos gansos jugando a empresarios, nos retiró a ambos. Él primero, después yo. Y ahí comenzamos a perder el contacto. Yo lo veía crecer como la espuma pero no paraba de trabajar, viajar, y pensaba ¿le dará tiempo a vivir? No, no le ha dado. Casi inmediatamente a su retiro absoluto, vino aquel entierro y ya sentí que algo estaba horadando su interior.

Esta mañana, hablando con un amigo común, me lo ha confirmado, me ha ratificado lo que yo ya sabía que era dolor. Su hijo está llevando a cabo un proyecto para este amigo y a él le dijo que tiene Alzheimer, que no conoce a nadie, ni familia, ni amigos... A nadie. Y me siento feliz de haber tardado tanto tiempo en enterarme porque el dolor que comparto con él en este instante, me taladra las entrañas.

Mi querido amigo, donde quiera que esté tu mente distraída de este mundo que se te hizo pequeño, allí estoy yo ahora, estrechándote en un fuerte abrazo, ése que aún me permite sonreír porque no he visto tu gesto ausente y tu rictus de dolor.

Mi querido amigo Antonio, te quiero siempre.

Que quede entre nosotros