sábado, 4 de febrero de 2012

Mi gato, mi amigo... Su recuerdo.


Vino a mí en los comienzos de mi, ya no sé cual, andadura en solitario.

M me habló de “ella”, de que su prima había visto una gatita merodeando por el taller. Y le dije que sí, que para mí.

En la primera visita al veterinario descubrí dos cosas, una graciosa, la otra aterradora. Era gato, no gata; y era portador de un virus para el que no existía solución.

En aquel instante, en que apenas se habían comenzado a desarrollar los afectos, lo comenté con el veterinario: no sufriríamos ni él ni yo. Cuando la enfermedad diera la cara, nos diríamos adiós.

Desde entonces, hace más de 3 años, nuestra vida ha sido idílica. Él era mi amigo, un amigo muy especial. Tierno, nunca esquivo, juguetón, amable, humano... Exigía sus dosis de caricias, de cariños, como también lo hacía yo.

Hay momentos en mi vida que ya no volverán a ser momentos. Estoy escribiendo y con el rabillo del ojo creo verlo sentado cerca de mí observándome. Cuando estábamos juntos en casa no pasaba demasiado tiempo sin que viniera a hacerme compañía, o sin que lo hiciera yo.

Se sentaba en el pasillo, cerca del quicio de la puerta. Cerca como para observarme pero no tanto como para importunar.

Hizo algunas trastadas que resolvimos con algún azote del que ni siquiera me acuerdo. La primera vez, después de correr por toda la casa se refugió en uno de los baños y allí, arrinconado, me plantó cara bufando y enseñando los dientes... Eso fue todo. ¿Al amo? -Le pregunté- ¿Eso se lo haces al amo? Y agachó la cabeza sumiso esperando lo que fuera. Dos, tres veces... Eso fue todo en tres años. A veces repetíamos los gestos para solaz y acababa cogiéndolo en brazos y besándolo.

Tenía un tercio del sofá para él solo y uno de los sillones del salón. Sus platos de comida y agua aún siguen en la cocina. Ni siquiera sé cuándo tendré fuerzas para retirarlos. Su nuevo cuarto de baño, que sustituyó a la tradicional bandeja, apenas lo utilizó un par de meses. Y en cada uno de esos rincones, lugares, momentos, lo veo. Con sus ojos llenos de ternura y calidez.

Un día descubrí que no estaba. Fue al levantarme. Aterrado lo busqué por todos los rincones. En esa época uno de los ventanales del salón estaba abierto. Y allí, en el alféizar de la ventana, estaba él tomando el sol... Hasta que no llegaba de verdad el frío, desde entonces, siempre tenía un ventanal abierto para él, para que escudriñara esa calle que lo había visto llegar y que nunca más volvería a pisar.

A veces le dejaba la puerta de la calle abierta y se asomaba al rellano. Nada más. Daba media vuelta y volvía a su hogar, a éste que él tanto amaba.

Hace unas horas, cuando regresé por primera vez a casa desde el día en que murió, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Al abrir la puerta ya no salió a recibirme y echarse en el suelo panza arriba demandando mis caricias, ésas que lo habían abandonado por unas horas. De nuevo las lágrimas han trepado a mis ojos desde lo más hondo y ya me han acompañado buena parte de la tarde.

….....

Han pasado días desde que comencé esta nueva entrada y con ellos, la parte más difícil. Cada vez que abro la puerta lo imagino recibiéndome, cada vez que me siento en el sofá miro hacia su espacio vacío y me lo imagino mirándome e iniciando su marcha hacia mis piernas. Días difíciles.
Cocinar es una práctica que me place y ahora, en partes iguales, me atormenta. Siempre que lo hacía, él venía a hacerme compañía, esperando alguna chuchería que se escapaba para él, y se me hace muy difícil mirar hacia abajo y no verlo.

¡Ay, Dios, las clementinas! Siempre que las ponía sobre la mesa de la cocina, con hojitas, eran el centro de sus juegos. Luego me encontraba las hojas por cualquier parte. Cómo lo quiero en esta soledad, cómo lo extraño.

Tengo que parar de cuando en cuando porque las lágrimas me impiden ver lo que escribo. Mi Ruby, mi adorado Ruby, mi amigo del alma. Ése que no me traicionó ni una sola vez, ése que sabía más de lealtad que cualquier animal de dos patas. Ése con quien tanto he querido.

Todavía pienso en cómo dejo las cosas, y desgraciadamente ya da igual. No está. Antes era muy fácil que olvidara un plato de embutido sobre la mesa y él jugara con su contenido. Jugar, que no comer. Esos gestos a los que no prestamos atención y que él ponía de relieve porque los transformaba en juegos, en pequeñas rencillas... La etiqueta de una pieza de embutido que al dejarla sobre el banco, colgaba y ya estaba él abalanzándose sobre ella.

Por las mañanas, nada más poner el pie en el suelo, me encaminaba a la galería y desde allí le urgía “Ruby, ven que te ponga guapo”, se ponía en el quicio de la puerta de la cocina, me miraba y echaba a correr hacia mí, y entonces lo cepillaba mientras lo colmaba de halagos; guapo, precioso, príncipe mío... Todo comenzó cuando pensé en cepillarlo sin saber cómo reaccionaría, ese primer día, con mimo, casi rozando su pelo con el cepillo, le decía ¡qué guapo, qué guapo mi Ruby! De ahí que cada vez, le llamara con la misma expresión... “ven que te ponga guapo”.

Por las noches existía otro ritual. Comencé a comprar jamón de york en lonchas finísimas y cada noche le troceaba dos. Unas veces se las daba trozo a trozo, yo en cuclillas y él, a cada trozo apoyando una de sus manos en mi muslo y con la otra bajándome la que contenía el jamón, con sus almohadillas, nunca con las uñas. Y otras, las más, se lo ponía en su plato para los premios no sin invertir algún tiempo en juegos, como ponerle algún obstáculo mientras lo echaba en el plato y él rodeándolo para meter su cabeza inmediatamente en el plato... ¡Dios, cómo nos divertíamos!

Son miles de historias, de detalles, de situaciones, vividas con tal intensidad, con tal nobleza, con tal alegría, que no creo que puedan repetirse nunca más sin él.

Cuando alguien llegaba a casa era su amigo inmediatamente, sin recelos. Todos quedaban sorprendidos de su calidez, de su ternura.

Tendría que emplear lo que me queda de vida en contar qué es para mí ese trozo de paz, ese pedazo de alma, ese copo de ternura, esa gota de amor, que fue, es y seguirá siendo siempre, mi Ruby, mi amado Ruby. Ya la tengo, la que sea, para recordarlo siempre.

Sus cenizas están en un cofre sobre el mueble del salón, delante de ellas, una foto suya. Esperándome.

Que quede entre nosotros