martes, 7 de mayo de 2013

Treinta y tres.

Siempre, el siete de mayo, ha sido una fecha especialmente triste para mí. Han pasado treinta y tres años y lo sigue siendo. Tal día como hoy, en 1980, nació mi hijo. Fue en un abrir y cerrar de ojos. Todo iba bien, el embarazo había ido bien, pero cuando esperaba que me dijeran si era niño o niña, me dijeron que estaba muerto.

Nunca me lo creí a pesar de que viéramos un feto muerto.

Después, los años, han demostrado que ésa era una de las muchas prácticas ilícitas que se llevaban a cabo en este odioso país. El robo de niños.

Cuando comenzaron a salir a la luz los casos, la gente que clamaba por sus hijos y los hijos que buscaban a sus padres, pensé que era el día. Curioseé por las asociaciones, me leí un montón de literatura, y decidí que no tenía fuerzas ni dinero para acometer una acción así, y máxime cuando habían pasado ya tantos años.

¿Qué podemos tener en común? El desarraigo sería el punto de unión más importante. Y, si las instituciones de este país fueran honestas y al servicio del ciudadano, nadie tendría que haber hecho nada después de destaparse un caso como ése. Los tribunales, en otros países más civilizados y menos corrompidos, actúan de oficio, evitando así un sufrimiento adicional a los perjudicados. Aquí no. Y si quienes están responsabilizados de velar por la ley, pasan olímpicamente de ella, yo no voy a ser menos.

Pero con todo, llegar este siete de mayo, siempre me produce la misma sensación. Ésa que a buen seguro, me robaron entonces y durante tantos años. La duda de que algo así se hubiera producido.

Así me siento hoy, con esa mezcla de desconcierto y vacío que produce el saber que algo pudiera no haber muerto, sino que simplemente te lo robaron.

Que quede entre nosotros

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