martes, 27 de julio de 2010

¡Cuánto dolor!

No puedo más. Siento que nada en mi vida tiene sentido. He salido a la deriva a buscar puertos, encuentros... Estéril.

Cada segundo de cada tenebroso día ella está ahí, con sus chiquilladas, con sus bromas, con su ternura. Mi vida estaba llena de ella y ahora está simplemente vacía.

Lloro y no quiero llorar. Pienso y no quiero pensar.

Mi vida era ella. Durante casi dos años mi vida ha sido ella, aún es ella. Nuestras llamadas, nuestros mensajes, nuestros encuentros, nuestros paseos, nuestros besos, nuestra alegría... Mi vida era ella y ahora tengo la sensación oscura de no tener vida.

Me digo: no leas más, no añores más... Y las lágrimas me inundan los ojos y la llamo a gritos de silencio. Son miles de horas vividas a su lado, cerca y lejos. ¡Cómo soportar no verla, no oírla, no sentirla! ¡Dios qué amargura!

Sí, veinticuatro horas, mil cuatrocientos cuarenta minutos de cada día para echarla de menos, para sentir la ausencia de sus cosas, para sentir que no sé hacer nada con esta vida.

No sé cuánto puede durar este enorme duelo. Este llanto amargo por la pérdida. No sé qué hacer. No sé qué hacer con mi vida. Sólo sé que voy a la deriva, que la amo, que la añoro, que la necesito, que preciso como el hambriento que mis horas vuelvan a estar llenas de ella.

Si algo me mantiene esperanzado es la posibilidad de que algún día oiga su voz preguntando si puede dormir a mi ladito.

Que quede entre nosotros

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