Vino a mí en los comienzos de mi, ya
no sé cual, andadura en solitario.
M me habló de “ella”, de
que su prima había visto una gatita merodeando por el taller. Y le
dije que sí, que para mí.
En la primera visita al veterinario
descubrí dos cosas, una graciosa, la otra aterradora. Era gato, no
gata; y era portador de un virus para el que no existía solución.
En aquel instante, en que apenas se
habían comenzado a desarrollar los afectos, lo comenté con el
veterinario: no sufriríamos ni él ni yo. Cuando la enfermedad diera
la cara, nos diríamos adiós.
Desde entonces, hace más de 3 años,
nuestra vida ha sido idílica. Él era mi amigo, un amigo muy
especial. Tierno, nunca esquivo, juguetón, amable, humano... Exigía
sus dosis de caricias, de cariños, como también lo hacía yo.
Hay momentos en mi vida que ya no
volverán a ser momentos. Estoy escribiendo y con el rabillo del ojo
creo verlo sentado cerca de mí observándome. Cuando estábamos
juntos en casa no pasaba demasiado tiempo sin que viniera a hacerme
compañía, o sin que lo hiciera yo.
Se sentaba en el pasillo, cerca del
quicio de la puerta. Cerca como para observarme pero no tanto como
para importunar.
Hizo algunas trastadas que resolvimos
con algún azote del que ni siquiera me acuerdo. La primera vez,
después de correr por toda la casa se refugió en uno de los baños
y allí, arrinconado, me plantó cara bufando y enseñando los
dientes... Eso fue todo. ¿Al amo? -Le pregunté- ¿Eso se lo haces
al amo? Y agachó la cabeza sumiso esperando lo que fuera. Dos, tres
veces... Eso fue todo en tres años. A veces repetíamos los gestos
para solaz y acababa cogiéndolo en brazos y besándolo.
Tenía un tercio del sofá para él
solo y uno de los sillones del salón. Sus platos de comida y agua
aún siguen en la cocina. Ni siquiera sé cuándo tendré fuerzas
para retirarlos. Su nuevo cuarto de baño, que sustituyó a la
tradicional bandeja, apenas lo utilizó un par de meses. Y en cada
uno de esos rincones, lugares, momentos, lo veo. Con sus ojos llenos
de ternura y calidez.
Un día descubrí que no estaba. Fue al
levantarme. Aterrado lo busqué por todos los rincones. En esa época
uno de los ventanales del salón estaba abierto. Y allí, en el
alféizar de la ventana, estaba él tomando el sol... Hasta que no
llegaba de verdad el frío, desde entonces, siempre tenía un
ventanal abierto para él, para que escudriñara esa calle que lo
había visto llegar y que nunca más volvería a pisar.
A veces le dejaba la puerta de la calle
abierta y se asomaba al rellano. Nada más. Daba media vuelta y
volvía a su hogar, a éste que él tanto amaba.
Hace unas horas, cuando regresé por
primera vez a casa desde el día en que murió, un escalofrío
recorrió todo mi cuerpo. Al abrir la puerta ya no salió a recibirme
y echarse en el suelo panza arriba demandando mis caricias, ésas que
lo habían abandonado por unas horas. De nuevo las lágrimas han
trepado a mis ojos desde lo más hondo y ya me han acompañado buena
parte de la tarde.
….....
Han pasado días desde que comencé
esta nueva entrada y con ellos, la parte más difícil. Cada vez que
abro la puerta lo imagino recibiéndome, cada vez que me siento en el
sofá miro hacia su espacio vacío y me lo imagino mirándome e
iniciando su marcha hacia mis piernas. Días difíciles.
Cocinar es una práctica que me place y
ahora, en partes iguales, me atormenta. Siempre que lo hacía, él
venía a hacerme compañía, esperando alguna chuchería que se
escapaba para él, y se me hace muy difícil mirar hacia abajo y no
verlo.
¡Ay, Dios, las clementinas! Siempre
que las ponía sobre la mesa de la cocina, con hojitas, eran el
centro de sus juegos. Luego me encontraba las hojas por cualquier
parte. Cómo lo quiero en esta soledad, cómo lo extraño.
Tengo que parar de cuando en cuando
porque las lágrimas me impiden ver lo que escribo. Mi Ruby, mi
adorado Ruby, mi amigo del alma. Ése que no me traicionó ni una
sola vez, ése que sabía más de lealtad que cualquier animal de dos
patas. Ése con quien tanto he querido.
Todavía pienso en cómo dejo las
cosas, y desgraciadamente ya da igual. No está. Antes era muy fácil
que olvidara un plato de embutido sobre la mesa y él jugara con su
contenido. Jugar, que no comer. Esos gestos a los que no prestamos
atención y que él ponía de relieve porque los transformaba en
juegos, en pequeñas rencillas... La etiqueta de una pieza de
embutido que al dejarla sobre el banco, colgaba y ya estaba él
abalanzándose sobre ella.
Por las mañanas, nada más poner el
pie en el suelo, me encaminaba a la galería y desde allí le urgía
“Ruby, ven que te ponga guapo”, se ponía en el quicio de la
puerta de la cocina, me miraba y echaba a correr hacia mí, y
entonces lo cepillaba mientras lo colmaba de halagos; guapo,
precioso, príncipe mío... Todo comenzó cuando pensé en cepillarlo
sin saber cómo reaccionaría, ese primer día, con mimo, casi
rozando su pelo con el cepillo, le decía ¡qué guapo, qué guapo mi
Ruby! De ahí que cada vez, le llamara con la misma expresión...
“ven que te ponga guapo”.
Por las noches existía otro ritual.
Comencé a comprar jamón de york en lonchas finísimas y cada noche
le troceaba dos. Unas veces se las daba trozo a trozo, yo en
cuclillas y él, a cada trozo apoyando una de sus manos en mi muslo y
con la otra bajándome la que contenía el jamón, con sus
almohadillas, nunca con las uñas. Y otras, las más, se lo ponía en
su plato para los premios no sin invertir algún tiempo en juegos,
como ponerle algún obstáculo mientras lo echaba en el plato y él
rodeándolo para meter su cabeza inmediatamente en el plato... ¡Dios,
cómo nos divertíamos!
Son miles de historias, de detalles, de
situaciones, vividas con tal intensidad, con tal nobleza, con tal
alegría, que no creo que puedan repetirse nunca más sin él.
Cuando alguien llegaba a casa era su
amigo inmediatamente, sin recelos. Todos quedaban sorprendidos de su
calidez, de su ternura.
Tendría que emplear lo que me queda de
vida en contar qué es para mí ese trozo de paz, ese pedazo de alma,
ese copo de ternura, esa gota de amor, que fue, es y seguirá siendo
siempre, mi Ruby, mi amado Ruby. Ya la tengo, la que sea, para
recordarlo siempre.
Sus cenizas están en un cofre sobre el
mueble del salón, delante de ellas, una foto suya. Esperándome.
Que quede entre nosotros